martes, 30 de marzo de 2010

Hablo de amor que quiero hablarte de infinito,

pero el infinito habla de ti, de tu entrepierna,
que erradica toda mi cabeza.

Habla y exhala en el goce de ambos,
Pero el lenguaje nos saca la lengua
y vuelve a correr el saltimbanqui con el reloj en la mano
y nuestras cabezas en la solapa de su chaqueta.

¿Lo viste? Lo olí, fue tu respuesta,
y el infinito hizo retumbar el abismo sobre nuestra piel.
Entonces te sacaste los ojos
al ver nuestros pies entrecruzados

Quitamos los vestidos de la luna.

Nos quedamos con sus rocas frías
y perdidas del sol.
Las amamos y nos amaron en su nada.
Nunca la pérdida fue tan alegre
en el reflejo de nuestro mirar
al cielo sin dioses o sin estrellas.

lunes, 29 de marzo de 2010

minotauro rábico

Soy un pinche minotauro rábico en el laberinto de mi lengua
Soy mi lengua rábica en el pinche minotauro de mi laberinto
Soy mi laberinto en la pinche lengua rábica del minotauro.
Soy rábica laberinto en la lengua de mi pinche minotauro.
Soy mi minotauro rábica en el laberinto pinche de mi lengua.
Soy mi lengua en el laberinto de mi rábica pinche minotauro
O tal vez sólo soy un pinche minotauro rábico en el laberinto de mi lengua.

Una resurrección de antiguos dioses de la India,

la inconmesurabilidad del amor y el abismo de la vida posmoderna.
Un dios anónimo que recoge la basura.
Otro que se levanta día a día a darte las noticias.
¿Te imaginas a Dios queriéndose cortar las venas?
¿Viéndote a los ojos sin poderte relatar sus propios dolores?
Es tu fe en él lo que lo mata.
Es su muerte lo que funda tu confianza.
Es el ritual que no habitas y el silencio nos llama al altar.
Nuestro sacrificio: dejemos de creer en él.
Lo silencioso,
lo silente,
lo sibilante,
lo silbante,
Lo salvaje,
y tus piernas de cabeza por el mundo.

¿Decir cosa para nombrar el tiempo?,

¿para invocarlo?,
¿para aceptar su lance de los dados
y bailar con las bacantes en la despedida del sol eterno?

Ahí está tu mano, pero… ¿está la mía?

No se puede vivir en rebelión,
¿acaso en ella estamos siempre muertos?
Tu nombre en la nada,
y tu nada en mi voz,
y la distancia que es ella
en la duplicación de la falacia o el error

Entonces caminamos la otra tarde
sin decirnos una palabra.
Eran nuestras manos las que hablaban.
El silencio posee la respuesta,
pero no podemos siquiera enunciar el problema.

Profundidad indiferenciada...

Profundidad indiferenciada, la superficie de tus ojos que te mientes pero tus entrañas que palpitan,
que gozan y se revientan en el agobio de la distancia, de la chingadera y la mamada.
¿Recuerdas? Son los ojos que incesantes miran la fosa,
¿los sientes? Son tus carnes las que exigen que te encarnes y respondas al tiempo.
¡Te pudras en ello!...
… ¿Te sigues? Son las revoluciones de tu silueta al destruir el cosmos de la tarde eterna.
¿Lo ves? Son tus ojos de los ojos que has perdido en el fuego inconsolable de tu lengua y la mia. ¿Nos escuchas?, ¿Nos atiendes?, ¿los vamos a tomar?

domingo, 28 de marzo de 2010

Limítese a conducir

Sí, básicamente hoy me dedico a ir a pie. Eso ha reducido enormemente mi campo de acción. He dejado de frecuentar a mis amistades, he tenido que rechazar dos interesantes trabajos que me ofrecieron… es que necesitaba desplazarme por largas distancias dentro de la ciudad. Pero hoy todo eso va a ser diferente. En tanto no tenía un metro cercano para caminar, he tenido que aceptar cualquier oportunidad que se encuentre cerca de mi hogar, aun cuando sea un empleo indecoroso con respecto a mi instrucción. He de confesarlo, el principal motivo a que me desagrade subirme a un taxi no es lo que siempre le dije a mis amistades: – Me parece ridículo, de poder pagar tres pesos de la micro, pagar quince veinte pesos por el mismo trayecto –, solía decirles, y es que a pesar de que no se trata de un argumento con claridad soberana, en tanto se concentra en lo pragmático del caso (a pesar de ser fundamentalmente falso) funciona y hace derivar la conversación en dirección a mi tema favorito: las relaciones tiempos, distancias, dinero, actividad humana. No, la verdad es que no soporto y nunca podré soportar la sabiduría popular de un taxista. Conocedores de esquinas y negocios inverosímiles. Se creen poseedores de la piedra filosofal no sólo en disposición urbana de las calles, colonias y avenidas; creen poder dar una consulta general en torno a cualquier tema moral, religioso o político. Son verdaderos expertos en la interrogación y en la técnica psicoanalítica de hacerte hablar por que han de hacerte hablar. La verdad es que no monto taxis para así no dirigir mi palabra a semejantes entes. Fue así que idee un plan para terminar de una vez con todas con toda esa sucia hermandad de ruleteros. Todo parecía funcionar. Después de meses de entrenamiento en el reviraje de las cuestiones, en la interrogación terca y exhaustiva del diálogo platónico, me decidí a llevarlo a cabo. Lo que no sabía era las dificultades y peligros imposibles de prever a los que me terminaría por enfrentar. – ¿A dónde lo llevo joven? – preguntó apenas cerré la puerta y él pisó el acelerador. – ¿De dónde infiere qué tendría que ir hacia algún lugar? –. No podía ser yo más idiota. – Sí no, ¿para qué me haría la parada so tonto? – Breve y al grano respondió con una pregunta, claro, con ello rechazando la validez de la mía. – ¡Ah! –, creo que mi sorpresa era un poco falsa –, ¿se percata de que la voluntad de viaje no implica de facto una intencionalidad inherente por parte del usuario de un taxi a viajar a un lugar específico, sino que ya siempre usted asume como verdadero el que el viajero se dirige a algún lugar? – Ni yo supe qué estaba diciendo. – ¿De qué chingados está hablando? Si no va a un maldito lugar baje de mi auto… ¡jodido fenómeno! –. Sospechosamente los insultos de ese tipo parecían salidos de mi boca. Pero este primer fracaso me impidió percatarme de semejante problema de estilo. Así, perdido en las brumas de la miopía, intenté recoger mis lentes del suelo del taxi cuando el conductor frenó intempestivamente. Parecía manejar un martillo el maldito mono. Pero entonces un miedo irracional, como nunca antes experimenté, se apoderó de todo mí ser al momento en que el maldito mono ese ya se bajaba apresurado de su unidad, y daba vuelta con el bastón del volante en la mano. Abrió la puerta, e intentó jalarme del brazo y del cuello de mi saco de pana para sacarme de la unidad. Cuando lo consiguió, tocar la banqueta fue sencillo. Entonces ver mi estupidez no fue difícil, él mismo se encargó de tomar mis lentes de pasta y arrojármelos directo a la frente. En ese momento tuve la certeza de dos cosas. Primero, la empresa de la interrogación final tendría que contemplar estrategias y eventualidades insospechadas; segundo, necesitaba unos lentes más ligeros. Esa ocasión además complicó mi vida en otro sentido. El maldito mono no me arrojó mi maletín que contenía el borrador de la tesis con las correcciones de mi asesor. Pero como se podrán percatar, en ese momento las excursiones españolas al pacífico y la conquista de las Filipinas no era mi mayor obsesión En vista de mi primer fracaso, con la obviedad de que había de taxistas a taxistas, supe que tendría que esperar pacientemente al arribo de esa clase específica de filósofo sobre ruedas que me interesaba. De tal modo que en la recapitulación lo mejor que pude sacar fue una metódica para reconocer al elegido. El principio era fácil: subir absorto con un libro, esperando que con tal signo, el taxista iniciara por sí mismo la conversación. Así, la cuestión se desplazó a qué libro elegir para dicho fin. Lo intenté con todo, desde filósofos clásicos, pasando por Walt Whitman, para llegar finalmente a los escritores de la onda. Con Platón no conseguí más que el taxista llegara a la convicción de yo era un gay presuntuoso que quería un poco de acción más allá de las letras. Y es que la rutina consistía en parar al taxi con el libro pegado a mis narices, subir sin decir palabra alguna, y aguardar a que el chofer preguntara por el destino del viaje. Lo que me evidencío fue que yo no paraba de alzar la mirada hacia el espejo retrovisor. Pronto deduje que el mejor dispositivo para el fin propuesto era tomar la unidad en alguna de las principales avenidas de la ciudad, ya saben, Reforma, Insurgentes, Periférico o Circuito interior. De tal manera que apenas cerraba la puerta y sin siquiera decir buenas tardes, el taxista podía arrancar y proseguir indefinidamente en línea recta. Un segundo intento con Platón me llevó directo a la Zona rosa, nunca entendí la relación. Umberto Eco me condujo a Televisa Chapultepec, Huellebecq a un putero de Tlalpan. Y Baudelaire… pues bueno, misteriosamente a la casa de mi abuelita. También permanece en el enigma cómo pudo saber eso el taxista. En dos ocasiones más intentaron bajarme a golpes de la unidad. Una vez fue cuando decidí bajar el nivel intelectual y me subí con un libro de Carlos Cuauhtémoc Sánchez. Resultó que la hija del taxista se llamaba Schezeed. Imaginarán qué pendejo estuve. La otra fue cuando me puse realmente pesado y sin importarme las consecuencias, me trepé con el Tractatus Logicus Philosopicus de Wittgestein. Todo terminó cuando el taxista confesó ser ferviente admirador del neopositivismo lógico. El fulano ése había hecho una maestría en filosofía de la ciencia en la UNAM. Explotó apenas le dije que la filosofía no era más que literatura y que yo no entendía cómo cojones pretendían que un enunciado pudiera contener verdad, por tanto la filosofía convertirse en ciencia, por tanto arribar al absurdo de que él manejaba desde hacia siete años el mismo pinche taxi En fin, historias sobran, pero un día finalmente lo imposible… y desde la instancia más inverosímil sucedió. Fue un jodido libro de Rius el que me brindó el contacto con el taxista idóneo a mi experimento social. –¿Sabe joven?, yo me hice economista después de leer en la prepa a Rius. Digo eran otras épocas, y pues ahora, pues ya ve, pues sólo soy taxista. – ¿Bueno, al menos le saldrán las cuentas no? – Tal vez mi tono irónico no fue el más propicio para iniciar la conversación, pero cómo iba a saber que un pinche monero me abriría las puertas –, digo, no fue lo que quise decir, sino que esto no está tan lejos de un empleo en el Banco de México. -- No, pues ninguna diferencia, sólo me faltan ciento ochenta kilos más, y un doctorado en Chicago -- ¿Qué pasó después? Pues bueno, hoy todo será diferente. Le caí bien, espero que me marque, su cuñado tenía unas placas y necesitaba un chofer. Sólo faltaba la unidad y un sujeto. Por fin tendré trabajo.

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