viernes, 23 de abril de 2010

La condena de una sombra. El papel del espectador dentro de la representación escénica.

El artista observa una escena, contempla una realidad que ya se presenta como espectáculo. Si no, ¿para qué prestarle atención de principio? Como con la perfección que causa asombro y exige estudiar al ente natural del Darwin naturalista (1), el artista también encuentra un valor esencial ahí en la realidad: tal cosa es lo que toma por lo representable. Así, lo digno de ser representado, es un valor evidente de suyo, o al menos así podría pensarse, pues después de revisar cualquier historia de la pintura, podríamos descubrir que ese valor evidente de suyo, llámesele belleza si se quiere, cambia de época a época, de corriente artística a corriente artística. (2)
Luego, sería fácil llegar a la conclusión de que la belleza no es eterna, sino por el contrario, un valor histórico que nunca permanece estable. Sin embargo, tal juicio no excluye la posibilidad de que más allá de los valores temporales que valorizan lo bello, tal valorización de la belleza sea una constante, un eterno retorno de lo mismo.
No debe escapar a la reflexión que en tal proceso, al ser la valorización una constante, se coloca de nuevo y al final lo más allá de lo existente para apreciar lo existente mismo. Queremos pensar que está estabilidad que finca la trascendencia es el juego fijador (obsesivo) de la escritura. Pensemos entonces en la imagen de ella, la grafía. Desde ella tendríamos que retornar a la historicidad de la belleza.
Resultará un poco extraño y más desde la necesidad de distinguir actualmente una cosa de otra, pero la imagen, lo que se presenta a la observación y luego la misma experiencia de ella, justo el valorizar de la imagen, son dos procesos ajenos y puntuales que sin embargo son indisociables uno del otro. La imagen no es lo representado en un cuadro; por ende la “experiencia” de aquella tampoco es el enfrentarse a la pasiva exposición de un objeto que en reposo se ofrece a la mirada de un espectador. Ojo, pues él no es ningún idiota.
Pensemos entonces el vértice donde imagen y experiencia al fusionarse, crean la fuerza. Tanto una como la otra, imagen y experiencia de ella, se reúnen en un sólo momento: la impresión. Aquí está el momento de la grafía.
En el dilema entre imagen y experiencia, muy bien se podría interrogar por el ser de aquello que como imagen o como experiencia se presenta, ya que tal como se planteó la cuestión –desde el cuadro –, no se puede distinguir exactamente si nos referimos al mundo del pintor o al mundo del espectador(3). Si se acepta que la imagen no es lo representado, lo representado no debe ser como tal igualado a lo visible en el cuadro, porque lo representado aparece al pintor como lo representable. [Otro modo de expresar esta condición sería decir que lo que alguien escribe no es lo que el otro lee.] Está estructura presenta la misma relación acontecida en el caso del espectador, su experiencia y el cuadro que le sale al paso, pues cada momento de este sistema posee un contenido que ya se encuentra proyectado significativamente en un mundo, mundo que a su vez es ya siempre contenido por cada uno de los mismos eventos del sistema. La relación entre lo representado y lo representable es por tanto la de ser un evento significativo, que por ser significativo lo representable requiere de una interpretación, de una significación, pero apareciendo como representable y por raro que parezca, sólo después de haber aparecido ya representado (4).
La extrañeza, con la que buscamos la transversión de la lógica de la presencia y el maravillismo del experimentarla, tiene aquí por origen la tendencia del pensar a querer entender la imagen o a la experiencia de algo como procesos autónomos, naturales o empíricos que simplemente son descubiertos y ofertados después a la opinión pública (5). Requerimos destruir la lógica de la presencia. De aquí vamos a referir ya una crítica al buen Aristóteles, el sentido de la creación teatral no es la representación de acciones, sino el despliegue (vaginal) de actos desde el seno de la propia representación: la palpitación, el núcleo original dónde se comunan el evento significante y el evento significativo.
La imagen y la experiencia de ella no son momentos que posean ya en sí lo indispensable para ser estudiados, comprendidos o historiados, pues tanto la imagen de algo como la experiencia de ella, son momentos estructurales, eventos significativos que requieren de significación. Incluso, sólo en dicho vértice, es que contamos con la potencia de poderlos ubicar, determinar con el nombre, la definición o el concepto.
El sentido posee dos momentos que vienen dotados por un circulo hermenéutico, que, haciendo advenir significación sobre algo, retrotrae ese algo significativo a la existencia actual, presentándolo ahí a la observación y disponiéndolo para ser comprendido y sometido a patrones cronológicos ya pre-dispuestos, eso que ingenuamente denominamos experiencia. La experiencia ya siempre sería concepto.
Tal círculo hermenéutico, que así proporciona sentido a lo significativo, es lo opuesto al evento significativo a pesar de ir en ello. Por ello finalmente, el círculo hermenéutico es el ser la relación entre lo representable y la representación efectiva. ¿A qué le pertenece tal ser? La explicación habrá que darla a su tiempo, por ahora solo se puede decir así: a la poesía.
El circulo dispone en tal relación de un pasado ya presupuesto como lo representado, que se presenta en tanto observación como momento puntual –sólo estructural y sólo así simultaneo en cada evento sincrónico si se prefiere.
Para poder entender esto, produciendo así la justificación necesaria para poder observar la dimensión histórico-narrativa de las cuestiones aquí tratadas, es indispensable entender al evento significativo y al evento significante a la luz del proceso creativo, proceso que sin dejar de ser un círculo hermenéutico, tiene el extra de no presentarse o acontecer como un mero proceso simbólico, ya que el proceso creativo o imaginación, no es simplemente la psique del creador que imagina algo en el teatro de su mente. El ipse es político.
El proceso creativo posee además el beneficio de ser idéntico al proceso productivo. La luz del posible entender esto no está, sino que proviene haciendo presente algo que como suceso puntual acaecido “reposa” (palpita) o se ofrece en tanto pasado aguardando siempre significación actual. La realización de este proceso –realidad – , es lo que se entiende por actualización, es decir, poner al tiempo. Tal poner al tiempo es el juego de la interpretación. El mismo que lleva a cabo un actor. Actuar es actualizar la totalidad temporal de la poiesis. Proyectarla desde la palpitación de su acto, reefectuando el sentido como despeje del claro escénico.
Hagamos descender estas consideraciones acordes al juego de la representación teatral. ¿Quién es el intérprete en una obra? ¿El actor ejecuta un papel, representa un papel, o interpreta un papel? Partamos de esta proposición, el actor no deja de ser espectador. Claro, su posición es privilegiada. Tal privilegio, para matizarlo, cabe hacerlo descender al plano del público, pues el también es un espectador. Sin embargo, ya siempre creemos que el espectar en tanto público permanece pasivo en tanto el actor entra y sale de la escena. Si concebimos que el actor también interpreta un papel, su interpretación, contrapuesta a la del espectador, sería activa en tanto la del espectador sería pasiva o se encuentra en potencia. De hecho, ingenuamente lo podemos expresar así, el actor ejecuta un papel, en tanto que el espectador interpreta esa ejecución. Así, de la diferencia entre ejecutar, representar o interpretar, llegamos a una jerarquía, donde no habría porqué sorprendernos, pero encontraremos en la cima a la creación misma. Pero en dicho camino, ella es la excepcionalidad. Así llegaríamos de nuevo a la religión del arte en el peor de los sesgos a la interpretación, su negatividad.
Nada más ordinario que la poesía o el amor. El inicio de la destrucción de la lógica comienza al concebir que la actualidad de la interpretación del actor así como la técnica interpretativa del espectador son una simultaneidad aun cuando acontezcan en momentos puntuales disociados. Ahora, en esta simultaneidad de momentos disociados, se requiere contemplar que creación, ejecución, representación e interpretación no son fenómenos jerárquicos, mucho menos acaecientes de modo cronológico. Requeriremos reconducir nuestra comprensión de dichos fenómenos a la instancia de la re-efectuación del sentido.
En tal posición, la belleza ya es, o resultaría por derecho propio, en una categoría historiográfica. La auto-poiesis de su legalidad o su despotismo. De su elegancia.


(1) Nuestras nociones estéticas, una vez naturalizadas, terminan por colocar lo maravilloso de la belleza como un a priori que faculta la clasificación de lo existente. Sin embargo, reconstruyendo el caso del evolucionismo darwinista, lo sorprendente no sería lo experimentado sino el experimentar de Darwin y su mundo en esa maravillosa distribución de las especies observada mediante la variabilidad morfologíca. Su logro estriba en colocar su perspectiva como la realidad. Ambas instancias, la distribución de las especies y la sorpresa que ello causa como cuestiones unificadas, se representan en términos de la correlación existente entre ellas, es decir la adaptación de las especies a sus condiciones de vida. Lo primero está en disociar está unión y reconducir la ontología de lo sorprendente o lo maravilloso, así como su epistemología de la sorpresa hacia su pre-disposición y construcción historiográfica, problema que abordo en el ensayo “Más allá del vitalismo: El pensar de la vida de Charles Darwin y Friedrich Nietzsche.”
(2) Para contrapuntear esto, cfr. La noción de crimen en Dostoyevsky, la tesis de Crimen y castigo, y la aporía eje de Los hermanos Karamazov, en especial la escena de la entrevista en la celda del starets Zósimo.
(3) No hay que confundir el mundo con la conciencia. La dificultad estriba en mantener la unidad del mundo que comparten pintor y espectador más allá del abismo temporal una vez se cuestionan las dataciones cronológicas implícitas de aquello que nos salé al paso. No sé trata de buscar u obtener la certeza una vez deconstruidas las pautas cronológicas de la experiencia estética. Se trata de percatarse de que ese mundo no es una presuposición que requiere demostración, sino que el mundo es ya desde siempre eso que se está en la relación práctica con el algo que se me ofrece a la experiencia del existir.
(4) Sobre la retroactividad de la significación solo advenida desde su futuro aparecer hay que tomar en cuenta que tal futuro es ya siempre el presente en el que se representa algo como algo. Cfr. Slavoj Žižiec y su noción de síntoma. Incluso la extrañeza, lo que parece carece de significado o sentido ya lo posee en tanto aparece justo como extraño. Pero de aquí es fundamental preguntar cómo es que puede poseer sentido incluso sin tenerlo. La respuesta es que no lo posee en sí, sino que le es adjudicado por su propio futuro, su próximo aparecer en relación a algo más.
(5) No se olvide además que tanto imagen como experiencia pueden como tal ya ser algo

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